De la prueba científica a la prueba pericial

 En varios sistemas jurídicos y en la dogmática también se ha abordado en los últimos tiempos la idea de que la cientificidad del conocimiento experto es una cuestión importante a tomar en cuenta para valorar o admitir las pruebas periciales. Debemos tener en cuenta al realizar una interpretación correcta de la cientificidad de una pericia, su aspecto epistemiologicos, que tiene la idea de la cientificidad. Básicamente porque no todos los científicos tienen el mismo nivel de fiabilidad y porque no sólo los científicos es fiable. esto es importante ya que las pericias científicas se han convertido en elementos determinante para la valoración y acreditación de los hechos fácticos que hacen al delito investigado. con los cuales los operadores jurídicos no pueden oír del uso de los conocimientos científicos para la dilucidación de los hechos, debiendo estos convertirse en consumidores  sofisticados de los mismos, asumiendo una actitud crítica de lo que los expertos dicen más allá de sus propias credenciales. Solamente de esta manera tendremos una cierta racionalidad en el uso del conocimiento experto que fundan las decisiones judiciales. 



En los últimos años diversos ordenamientos, resoluciones jurisprudenciales y la doctrina han venido considerando como criterio de admisión o de valoración de las pruebas periciales su “cientificidad”. Con independencia de cualquier problema procesal que esto pudiera generar, parece presuponerse una diferencia sustantiva entre una prueba pericial científica y una prueba pericial no-científica o incluso entre una prueba pericial y una prueba científica. Evidentemente, la pregunta inicial sería, pues, en qué consiste dicha cientificidad. Y este es precisamente el problema que este trabajo pretende abordar, arrojando, a su vez, un poco de luz sobre la “imagen jurídica” de la empresa científica. Entre otras cosas, a dichos efectos, se aborda la experiencia estadounidense en el tema básicamente mediante el paradigmático caso Daubert. Todos estos problemas fundamentalmente teóricos tienen o han tenido ya grandes implicaciones en la práctica de los tribunales de justicia.

La ciencia como elemento de prueba en el proceso judicial

Parece muy aceptable afirmar que en la actualidad la ciencia y la tecnología permean gran parte de las actividades cotidianas del ser humano y que su desarrollo hasta ahora permite vaticinar que su impacto en nuestras sociedades seguirá aumentando. Entre las muy diferentes cuestiones que esta dinámica plantea está la apreciación social de la ciencia y la actitud que con ello se asume hacia todo lo relacionado con la empresa científica. En este sentido, en las sociedades actuales es muy común la idealización, implícita o explícita, de la ciencia, asumiendo que ésta es siempre sinónimo de conocimiento garantizado, es decir: porque es científica es confiable. Así pues, la carga valorativa que ha adquirido el ser etiquetado como ciencia o científico es una de las muestras más comunes de esta actitud.


El mundo jurídico no es la excepción. Así, por ejemplo, cada vez más tratados, leyes, reglamentos o sentencias, se elaboran con supuesto fundamento en información de carácter científico y, también con suma frecuencia, se enarbola un uso de la palabra “ciencia” que parece suponer una imagen “romántica” de la empresa científica.


En esta convergencia, la ciencia (y la tecnología) no sólo ha suscitado nuevos problemas jurídicos, como la regulación de la investigación en células madre o el comercio electrónico, sino que ha provocado el replanteamiento de cuestiones que se habían considerado no problemáticas jurídicamente, por ejemplo, la llamada maternidad subrogada1 o la fecundación postmortem; o exclusivamente jurídicas, como el potencial impacto de la neurociencia en el ámbito de la responsabilidad penal; o, por el contrario, de poco interés para el derecho, v.gr., los cambios climáticos o la teoría del creacionismo.


Entre las diversas implicaciones de esta situación están las frecuentes controversias judiciales que tienen origen en la ciencia o alguna relación con ella. Los casos van desde los daños por el empleo de sustancias tóxicas, la cotidiana prueba de ADN, el detector de mentiras, los dictámenes psicológicos, la responsabilidad médica, y un largo etcétera. En ese contexto jurídico procesal ahora es bastante común y muchas veces necesario que las partes del juicio con el fin de probar sus afirmaciones presenten supuesto conocimiento científico como elemento de prueba y/o que el juzgador haga uso de éste para determinar los hechos o, incluso, para valorar otros elementos probatorios (Vazquez, 2013).


Ese impacto de la ciencia en toda la actividad probatoria debe ir acompañada de ciertocontrol judicial que permitan el uso de información relevante y fiable para la determinación racional de las premisas fácticas del razonamiento judicial. Un objetivo (epistemológico) compartido por todos los sistemas jurídicos, con independencia de sus posibles diferencias. Podemos suponer, en todo caso, que con dichos controles se debe busca tener una mayor probabilidad de acierto en la decisión o una toma de decisiones judiciales materialmente correctas.


Es de suma importancia distinguir esos dos criterios a valorar en las pruebas científicas (aunque no sólo en éstas): la relevancia y la fiabilidad. El criterio básico a considerar para que determinada información forme parte de los elementos de prueba que pueden probar una proposición fáctica es la relevancia (en algunos sistemas se hace referencia a la pertinencia). Para la definición de la relevancia, me parece oportuno acudir a Stephen (1876, p. ix): “un hecho es relevante para otro hecho cuando se puede demostrar que la existencia de uno es la causa o una de las causas, el efecto o uno de los efectos, de la existencia del otro, o cuando la existencia de uno, ya sea por sí solo o con otros hechos, hace más probable o improbable la existencia del otro, de acuerdo al común devenir de los eventos.” Subrayo este último punto porque da pauta para diferenciar la relevancia como una cuestión que depende del mundo y es, en ese sentido, a posteriori; y el juicio de relevancia como una decisión más bien a priori.


El juicio de relevancia de una prueba es una decisión judicial que suele caracterizarse por ser individual, relacional, de todo-nada y dinámico. Es individual dado que se hace sobre cada uno de los diversos elementos de prueba; aunque, el hecho de que se deba valorar la admisibilidad de cada elemento ha dado pie a una postura atomista cuando, en cambio, la relevancia (o irrelevancia) de un ítem algunas veces podría resultar más clara en vinculación con el resto de pruebas, es decir, si se adopta una posición un tanto más holista. Ahora bien, una prueba no es relevante o irrelevante en sí misma, sino en función de su relación con los hechos a determinar, por tanto, es relacional. Es dinámico porque depende de las circunstancias concretas de cada caso existentes al momento de determinar la admisibilidad. Y, finalmente, a efectos procesales es categórico dado que el resultado de calificar a una prueba como relevante o irrelevante sólo puede ser su admisión o su exclusión: si es relevante, prima facie, es admisible y, por el contrario, es inadmisible si se considera irrelevante.


Respecto a este último punto, resulta muy oportuno acudir a Michael y Adler (1931, p. 99), quienes sugieren distinguir entre la cualidad de “ser probatorio” (“probativity”) y la calidad de “ser probatorio”. Una proposición es o no-es probatoria y, si lo es, entonces lo es en mayor o menor grado (lo que identifican como “fuerza probatoria”). La cualidad de ser probatorio es la relevancia: “una proposición es relevante con independencia de cuán lejana pueda estar en una serie de proposiciones probatorias; en ese caso, se puede hablar de una ‘proposición remotamente relevante’, donde ‘remoto’ califica a la proposición y no a su relevancia”. Por su parte, por ejemplo, Anderson, Schum y Twining (2005) usan la expresión “relevancia indirecta” (indirectly relevant). Un caso claro de esta posibilidad se da en las llamadas pruebas sobre la prueba, es decir, aquellos elementos de juicio que se presentan para fortalecer o acreditar la fiabilidad de otras pruebas claramente relevantes; por ejemplo, un testimonio sobre la credibilidad de un testigo presencial o una prueba pericial sobre la fiabilidad de un instrumento determinado, etc. (al respecto, véase Gáscon-Inchausti, 1999).


Por otro lado, vale la pena preguntarse bajo qué condiciones el juez podría aceptar como fiable una prueba científica. En la literatura jurídica muchas veces el término “fiabilidad” suele usarse como sinónimo de “credibilidad”, “autenticidad”, “aceptabilidad” o “validez”, pese a tratarse de términos que pudiesen tener diversos significados e implicaciones. Si, consideramos, por ejemplo, la noción de “credibilidad” como criterio para admitir o para asignar valor probatorio a las pruebas científicas presentadas (y enfatizo a las pruebas científicas, o si se quiere a las pruebas periciales en general, porque me estoy refiriendo exclusivamente al uso de tales criterios a efectos de valorar éstas, y no otros tipos de pruebas para las cuales los criterios mencionados podrían tener un significado diverso), generalmente la credibilidad del perito se entiende limitada a considerar la relación del científico con las partes o la confianza psicológica que el perito “inspira” al juez, es decir, como una cuestión eminentemente motivacional y no cognitiva. El uso de este tipo de criterios posiblemente ha sido promovido de alguna manera por que los conocimientos científicos entran al proceso en forma de declaraciones o afirmaciones y, por ello, son valoradas con esquemas semejantes a los usados para la prueba testimonial o la prueba confesional (Igartua, 2007).


Sin embargo, el conocimiento científico, a diferencia de la información que un testigo declara haber percibido personalmente, implica ciertos criterios de evaluación social relacionados con la calidad de las afirmaciones que realiza. En los últimos años, la calidad de una prueba pericial ha sido identificada con su cientificidad, i.e., una prueba sería fiable si es científica. En este sentido, tiene total sentido preguntarse por el carácter científico de este tipo de pruebas y su adecuación como criterio de evaluación para los juzgadores.


Responder a estas cuestiones implica una serie de problemas teóricos, pero de eminentes consecuencias prácticas, en la presentación, admisión, práctica y asignación de valor probatorio a aquellos elementos de prueba que tienen algún fundamento de carácter científico. Problemas que no sólo requieren analizar el derecho probatorio y sus alcances en el razonamiento judicial, sino que también incorporan cuestiones, por decirlo de alguna forma, más científicas.


Cientificidad y valoración judicial

Aún es común, aunque quizá cada vez menos, la idea de que aquello que se califica como científico o toda afirmación aplicable al caso hecha en el ámbito científico es particularmente eficaz para determinar con certeza los hechos del caso.2 Si esto fuera así, sería posible considerarla como el medio más adecuado o hasta ideal para que las partes demuestren, incluso sólo con pruebas de carácter científicas (cuando fuese técnicamente posible), en grado suficiente sus afirmaciones sobre los hechos y/o el juez, tomándolas como pruebas definitivas o concluyentes dado su fundamento, determine correctamente la premisa fáctica.


Bajo este supuesto, el problema radicaría en encontrar al científico adecuado que determinara si “x está científicamente probado” o si “x tiene validez científica”, presuponiendo que ese “x” es un hecho relevante en el juicio concreto. Como afirman Gascón, Lucena y González (2010, p. 5), “si los datos [obtenidos mediante estas pruebas] dijesen directamente lo que el juez necesita saber… y el grado de probabilidad con que lo afirman fuese tan elevado que pudiera considerarse infalible, no tendría ningún sentido deferir al juez la valoración de dicho enunciado, pues ésta puede ser adelantada ya por el perito de manera categórica… Lo normal, sin embargo, es que sea necesario realizar inferencias a partir de esos datos”.


Aunado a esta cuestión sustantiva, el posible sometimiento, básicamente de forma automática a la autoridad del perito, produce también un problema jurídico institucional. Esto es, se convierte implícitamente a la prueba pericial en una especie de prueba legal y, además, se debilita uno de los cimientos del sistema judicial, el que el poder de decisión corresponde al juez (Igartua, 2007).


Para evitar esto y, a la vez, seguir con nuestro científico adecuado, algunos autores han sugerido tener jueces-psiquiatras, jueces-ingenieros, etc., pues “[e]l juez ideal, cuando el proceso se trate de envenenamiento debería ser un experto en toxicología; cuando se trate de falsificación debería ser un experto en grafología, al paso de que si se trata de los daños de un edificio debería ser un experto arquitecto o ingeniero” (Vázquez-Sotelo, 1984, p. 471). Esta “solución”, digamos, del mejor situado epistemológicamente, implicaría un grado de especialización quizá no asumible para el sistema jurídico al requerir algo así como el mejor juez para cada caso. Un problema no sólo de recursos económicos, sino, por ejemplo de predeterminación del juzgador, ¿cómo sabemos cuál científico sería el mejor juez para los hechos de un caso concreto si, en principio, no podríamos tener un control de fiabilidad hasta que se identificara el experto?


Ahora bien, en los sistemas actuales se plantea la tradicional paradoja de cómo un lego en la ciencia, el juzgador de los hechos, debe ejercer algún control sobre el dictamen de un experto que presupone información desconocida para aquel. Al respecto conviene decir que al comparar el conocimiento del juez sobre los hechos con el conocimiento del experto sobre los hechos partimos de un equívoco al menos por dos cuestiones. Primera, por lo que respecta al estado epistémico, al menos al juez no se le exige conocimiento sino una justificación para otorgarle cierto valor probatorio a las afirmaciones del experto. Y, segunda, aunque en ambos cuernos se alude a “los hechos”, tanto el objeto como el contenido del estado epistémico al que se refirieren podría ser distinto, el conocimiento del juez sería sobre los enunciados fácticos concretos que se presentan a un proceso judicial concreto, mientras el contenido de la prueba aportado por un científico no es sobre los hechos concretos del caso. No está por demás decir también que la cuestión de las actitudes proposicionales o estados mentales del juez se puede plantear tanto en los enunciados declarativos de hechos probados una vez que se ha valorado el conjunto de elementos de prueba (vgr. “está probado que Juan mató a Pedro”), como de enunciados probatorios concretos (como en “el científico afirma que la prueba de ADN es fiable”). Ahora bien, decir que el juez conoce “P ha afirmado E” no significa que conoce “E” (Dwyer, 2007b). Por lo que respecta al contenido de la prueba pericial, puede ser tanto sobre la existencia de leyes científicas generales como sobre la aplicación técnica de esas leyes a los hechos del caso.


Un dato histórico que podría resultar interesante, relacionado precisamente con la aplicación de conocimiento experto a los hechos particulares de un caso, es que los cambios que han ocurrido en la sustancia de las pruebas periciales han estado relacionados particularmente con la complejidad de las inferencias implicadas dado que actualmente a los expertos se les permite realizar cada vez más niveles de inferencias sobre los hechos (Dwyer, 2007a). Para poner un ejemplo sobre este desarrollo, acudamos al derecho inglés del siglo XVI, donde las cuestiones de especialización giraban en torno a preguntas como ¿qué significa esta palabra de un lenguaje extranjero?, por lo que los expertos eran básicamente lingüistas. Mientras en el siglo XVII, se añadieron otras preguntas como: ¿cuál cree el experto que es la naturaleza de las cosas? (por ejemplo, la duración de la gestación), y ¿cuál es la práctica de los expertos? (como el uso de medidas estándares). Después, desde 1730 se ven casos en los que se pide a cirujanos, farmacéuticos o médicos apliquen su conocimiento a individuos y no sólo se limiten a describir el estado del arte de la cuestión.


Y quizá esa complejidad de las inferencias del razonamiento experto ha llevado a que la valoración judicial de las pruebas científicas vaya acompañada de cierto temor a su sobrevaloración por parte del juzgador de los hechos, tanto por su falta de formación científica como por la carga valorativa de la etiqueta “ciencia” (Gascón, 2007). Sin embargo tomar seriamente esa supuesta sobrevaloración “psicológica” del juez y, por ende, la toma de medidas pertinentes a efectos de contrarrestarla, implicaría necesariamente tener estudios empíricos que demostraran la práctica de tales patrones de inferencia y no únicamente presuponerlas. Pero, aun más, suponiendo que se contara con tal información empírica, aún cabría discutir cuáles son las medidas pertinentes para contrarrestar tal sobrevaloración.


En Estados Unidos, por ejemplo, se han llevado a cabo tales estudios empíricos y los resultados han sido al menos en dos sentidos, algunos confirman que los juzgadores de los hechos sobrevaloran las pruebas científicas mientras otros, por el contrario, concluyen que los juzgadores de los hechos tienden a infravalorarlas (Redmayne, 2001). En todo caso, vale la pena enfatizar que tales estudios tienen como sujeto de análisis al jurado qua juzgador de los hechos, conformado por individuos legos incluso en cuestiones jurídicas y que participan una sola vez en el contexto judicial; a diferencia de otros sistemas jurídicos donde el juzgador de los hechos es un juez ampliamente conocedor del derecho y un repeat pleayer. Respecto a los controles correspondientes, dado que al jurado no le es exigible la fundamentación o motivación de su veredicto, se presta especial atención al establecimiento de filtros para la admisión de las pruebas; podría ser distinto en aquellos sistemas en los que se exige a los juzgadores de los hechos que motiven sus decisiones.


Llegados aquí, es necesario enfatizar que pese a la gran incidencia que pueden tener las partes de un juicio en este ámbito, por ahora, el análisis se centrará básicamente en la figura del juzgador. Por ello, me parece interesante distinguir entre un productor de conocimiento, como el químico o el físico, y un consumidor sofisticado de conocimiento, cómo en este caso debería ser el juzgador. Las habilidades necesarias para valorar ciertas afirmaciones parece que son menos complejas que aquellas necesarias para contribuir sustantivamente en alguna área del conocimiento.


La doctrina y la jurisprudencia han propuesto muy diversos criterios de justificación, bien a través de fórmulas generales o de cánones singulares (Igartua, 2007). Entre los primeros se plantea la sana crítica, el libre convencimiento o el prudente arbitrio del juzgador; entre los segundos, se ha planteado la credibilidad personal del perito, sus credenciales o cualificaciones profesionales (digamos su idoneidad), su “institucionalización” jurídica (vgr. estar en la lista oficial de peritos), su credibilidad en el plano científico, su claridad expositiva, la ausencia de contradicciones, la conformidad entre dos o más peritos, etc.


En este contexto, una de las respuestas más comunes, y para muchos hasta obvia, es que el juez está justificado cuando determina, de alguna manera, que la prueba es científica. Esta concepción de la cientificidad de la prueba suele presuponer que “ciencia” es sinónimo de “conocimiento garantizado” o “conocimiento fiable”. Uno de de los puntos debatibles que pueden ponerse sobre la mesa es si la empresa científica es una actividad homogénea, es decir, si pese a la diversidad de “ciencias” que parece haber actualmente, tienen alguna unidad compartida que, por ejemplo, de sentido al uso en singular de “ciencia”. Lo que en la filosofía y en la historia de la ciencia se ha identificado como “la tesis de la unidad de la ciencia”. Tal unidad, según Hacking (1996), ha sido abordada en al menos tres sentidos, no relacionados necesariamente, que son: 1) práctico, es decir, cierto compromiso de buscar conexiones entre fenómenos; 2) metafísico, el sentimiento de que existe un mundo susceptible de investigación científica, una realidad accesible a la descripción científica y una verdad abierta igualmente para todos aquellos científicos que comparten técnicas y experiencias; y 3) metodológico, que refiere a la existencia de un solo estándar de razón que se extiende a través de las distintas disciplinas y de diferentes circunstancias.


Si bien, en el ámbito probatorio, como afirma Allen (2003), la tarea del juez recae sobre cuestiones científicas muy concretas aplicadas a hechos también concretos y no en cuestiones o modelos más globales sobre la empresa científica, considero indispensable, sólo como primer paso, hacer congruente la idea de que pese a que el conocimiento científico es quizá el mejor que tenemos, tanto ese conocimiento como su aplicación son falibles (Laudan, 1984). Por lo que, por ejemplo, es bastante problemático tener a la cientificidad como criterio de valoración de la fiabilidad de estas pruebas.


La cientificidad y el cientificismo

Haack (2012) presenta una lista de seis supuestos que suelen motivar una confianza ciega hacia la autoridad de la ciencia, actitud que identifica como cientificismo. Paradójicamente, una actitud anticientífica hacia lo científico. El listado es el siguiente:

a)

El problema de establecer una línea clara de demarcación entre la ciencia y la no-ciencia.


b)

Una preocupación por identificar al llamado “método científico”.


c)

El uso de la palabra ciencia en un sentido epistémicamente elogioso.


d)

Buscar en la ciencia respuestas a preguntas que van más allá de sus posibilidades.


e)

Tomar como estándar algunos instrumentos usados en las ciencias duras que llevan a poner más énfasis en la forma que en el fondo.


f)

Negar o denigrar la legitimidad o la importancia de otras formas de investigación o conocimiento.



Quizá encontremos muchos ejemplos de cada uno de estos presupuestos en el tratamiento judicial, tanto a nivel práctico como teórico, de la prueba científica. Pero, sin duda, los tres primeros han sido más empleados, se les toma como criterios para valorar la cientificidad y con ello la fiabilidad de las pruebas científicas, por lo que suelen ser un (mal) fundamento recurrente en las sentencias o criterios (inadecuados) establecidos por el sistema. Por esto y dados los fines de este trabajo, en lo que resta me centraré básicamente en ellos.


A efectos de concretizar lo dicho hasta ahora en un ejemplo jurídico, acudiré al llamado caso Daubert v. Merrell Dow Pharmaceuticals Inc., resuelto en 1993 por la Corte Suprema de los Estados Unidos, considerando, además, que gran parte de la discusión sobre la prueba científica (e incluso más general, sobre la prueba pericial), sobretodo en el mundo anglosajón pero con una muy fuerte influencia en los sistemas de tradición romano-germánica ha girado en torno a éste. Con independencia de su fortísimo impacto3, su mayor interés radica en sus planteamientos y exigencias de carácter epistemológico, incitando por un lado la discusión sobre la fiabilidad del conocimiento científico más allá de cualquier característica personal o profesional del experto e identificándola con el carácter científico que debían observar las pruebas; y, por otro, exigiendo al juzgador una mejor justificación del uso de estos elementos en su razonamiento probatorio.


Debo recalcar que dados los objetivos de este trabajo, sólo se expondrán los aspectos más destacables de los hechos del caso y, básicamente, se discutirán los presupuestos considerados por la Corte respecto a la empresa científica para la resolución de éste, no se profundizará en su análisis ni en su interesante desarrollo posterior. Aunque vale la pena mencionar se integró lo que se ha identificado en la doctrina estadounidense como “la trilogía Daubert” (Daubert trilogy) o Daubert y su descendencia (Daubert and its progeny) con otros dos casos posteriores General Electric Company, et al. v. Joiner, et ux. y Kumho Tire Co., Ltd., et al. v. Carmichael.


Los hechos del caso Daubert

En 1984, los padres de los menores Jason Daubert y Eric Schuller promovieron un juicio civil por daños tóxicos contra Merrell Dow Pharmaceuticals Inc., ante la California State Court, alegando que la causa de sus graves y permanentes malformaciones congénitas en sus extremidades superiores fue la ingesta materna del fármaco Bendectin durante su gestación (un antihistamínico patentado por dicha farmacéutica para aliviar las nauseas y mareos causados por el embarazo).


Vale la pena advertir que el caso Daubert fue uno de las más de 1700 demandas presentadas contra Merrell Dow, farmacéutica que patentó el medicamento, alegando que las malformaciones congénitas sufridas era la ingesta de Bendectin (Sanders, 1992). Ahora bien, según Angell (1996), la probabilidad de este tipo de defectos en aquella época, era 1 en 1000 nacimientos. Sin embargo, entre 1958 y 1983, la ingesta de Bendectin, antihistamínico para aliviar las náuseas y mareos causados por el embarazo, era tan común en las mujeres embarazadas, casi equiparable a tomar algún tipo de vitaminas, que es perfectamente explicable la concurrencia del uso de éste fármaco y las malformaciones genéticas de algunos bebés sin que exista una conexión causal entre ambas.


Merrell Dow contra-argumentó que el Bendectin no era un medicamento con efectos teratogénicos por lo que los demandantes no podrían presentar pruebas admisibles para probar su dicho. Entre los medios de prueba presentados por la farmacéutica para fundamentar sus afirmaciones estaba un informe de Steven H. Lamm, médico especialista en epidemiología con una amplia acreditación como experto en riesgos por exposición a sustancias químicas y biológicas, entre ellas el Bendectin. En su testimonio el Dr. Lamm afirmó que no había estudios epidemiológicos publicados que hubiesen encontrado una correlación estadísticamente significativa entre la ingesta de Bendectin durante el primer trimestre de embarazo y las malformaciones del feto. Para llegar a esta conclusión argumentó haber revisado más de treinta estudios publicados en diversas revistas especializadas, los cuales implicaban una muestra aproximada de 130.000 pacientes, en los que no se comprobó que la ingesta maternal de Bendectin fuera un factor de riesgo para los defectos congénitos.


Ante esto, los actores presentaron el testimonio de sus propios expertos para intentar probar los efectos del fármaco en cuestión. Éstos afirmaron que el Bendectin podría causar daños congénitos, fundamentando esto en un conjunto de experimentos que en el ámbito farmacológico entonces se realizaban para probar los efectos de un nuevo medicamento, a saber:

a)

Estudios realizados en células animales (test tube) y con animales vivos que demostraban los efectos teratogénicos del Bendectin en éstos.

b)

Estudios farmacológicos que revelaban cierta similitud entre la estructura química del Bendectin y otras sustancias cuyos efectos teratogénicos eran conocidos.


c)

Un re-cálculo (no publicado) de estudios epidemiológico-estadísticos publicados anteriormente que no habían encontrado una relación causal entre la ingesta de tal fármaco y los daños congénitos.


La District Court resolvió la exclusión de esta prueba, considerando que las pruebas científicas para ser admisibles, deberían “estar lo suficientemente fundadas como para tener la aceptación general del área de conocimiento correspondiente” y ésta no cumplía tal criterio. El cual, por cierto, fue emitido en 1923 por la Circuit Court of the District of Columbia en la resolución del caso penal Frye vs. United States. Se estableció para excluir como prueba a un entonces novedoso análisis de la presión sanguínea sistólica que supuestamente servía como detector de mentiras. El fundamento “científico” de éste instrumento era que las afirmaciones verdaderas se hacían de manera espontánea mientras que las mentiras requerían un esfuerzo consciente que se reflejaba en el aumento de presión en la sangre. El argumento de este tribunal reza:

“Es muy difícil detectar el momento preciso en el que un principio o descubrimiento científico cruza la línea que hay entre su etapa experimental y aquella en la que es demostrable. En algún lugar de esta zona de penumbra, el valor de las pruebas a su favor debe ser reconocido, y mientras que los tribunales recorren un largo camino para admitir expert testimony derivado de principios científicos o descubrimientos bien reconocidos, aquello de lo que estas pruebas se deducen debe estar lo suficientemente fundado para tener la aceptación general del área de conocimiento correspondiente.”


Como ya se puede advertir, este criterio constituye un cambio importante en los criterios de valoración de las pruebas periciales al ir más allá de las credenciales del experto y valorar un aspecto sobre el conocimiento que fundamenta o subyace a la técnica aludida. Con independencia de las especificidades procesales, este es un importante giro epistemológico en la experiencia estadounidense, que puso el énfasis en la información que se usa para la determinación de los hechos y no en el sujeto que brinda dicha información.

Volviendo al caso Daubert, la conclusión del juzgado respectivo se argumentó diciendo, por un lado, que para establecer la causalidad era indispensable tener como fundamento pruebas epidemiológicas, por lo que ni a) ni b) eran en sí mismas suficientes para probar la causalidad; y, por otro lado, que el “re-análisis” aludido no había sido publicado o sujeto a una revisión por pares.

Los demandantes apelaron esta decisión. El tribunal superior, la United States Court of Appeals del noveno circuito, confirmó la decisión de exclusión de la District Court, tomando también como criterio de admisibilidad para este tipo de pruebas “la aceptación general de la comunidad científica de referencia”. En este sentido, siguiendo algunos precedentes de otros tribunales, enfatizaron que la publicación o la revisión por pares eran una condición necesaria para la admisión de estas pruebas dado que sólo así sería posible saber si una comunidad científica aceptaba como fiables los conocimientos subyacentes al elemento de prueba.


También en esta instancia los demandantes recurrieron la decisión del tribunal superior. Aquí la disputa se centró en la aplicabilidad del estándar de admisión que se había usado pues, en su opinión, había sido superado por las Federal Rules of Evidence (FRE) emitidas con posterioridad a aquél. Así, por contradicción de criterios, el caso llegó a la Corte Suprema de los Estados Unidos en marzo de 1993, cuyos integrantes resolvieron:

1.

La aplicabilidad de las FRE y no del estándar de “la aceptación general” resuelto en la sentencia del caso Frye, concretamente de la Regla 702 que regulaba la admisión de pruebas periciales.

2.

El deber del juez instructor de valorar no sólo la relevancia de este tipo de pruebas sino la “fiabilidad probatoria” de los principios o la metodología (no de las conclusiones) subyacentes para efectos de su admisión al proceso. Lo que se conoce como gatekeeper role.

3.

El fundamento del testimonio rendido por el experto para ser fiable deberá ser científico, es decir, pertenecer al conocimiento científico.

4.

Y, finalmente, para ayudar al juez instructor en la tarea citada en el punto precedente, se indica, supuestamente a manera de mera recomendación o sugerencia, el siguiente listado, no exhaustivo ni definitivo sino ilustrativo y flexible, de factores de cientificidad:

a)

Si la teoría o técnica puede ser (y ha sido) comprobada. Presuponiendo que lo distingue a la ciencia de otro tipo de actividades humanas es el método científico que se basa en la generación y contrastación de hipótesis para ver si pueden ser falsables.

b)

Si la teoría o técnica empleada ha sido publicada o sujeta a peer review. Esto “sólo” como un componente de la buena ciencia y no condición sine qua non de la admisibilidad.


c)

Cuando se trate de una técnica científica, será necesario valorar su margen o rango de error conocido o posible, así como la existencia y el cumplimiento de estándares durante su proceso.

d)

Y, por último, el grado de aceptación de la teoría o técnica empleada, por parte de la comunidad científica relevante, aun cuando no se deberá considerar como condición necesaria de la fiabilidad de estos elementos probatorios.

En cuanto al fondo del caso Daubert, la Corte Suprema revocó la resolución de segunda instancia pero no aplicó los criterios recién expuestos, se limitó a remitir el expediente a la Court of Appeals ordenándole realizar tal tarea. Este tribunal de apelaciones, en la ponencia del juez Kozinski, hizo una interesante lectura sobre la recién dictada sentencia concluyendo que correspondería a los tribunales la muy difícil tarea de resolver disputas entre respetados científicos con buenas credenciales sobre cuestiones que pertenecen totalmente a la expertise de éstos; para lo cual no deberían centrarse en lo que los expertos dijeran sino en la base que tienen para decir lo que dicen.

Bajo este supuesto el tribunal, después de valorar la prueba ofrecida por los demandantes, aplicando los cuatro factores indicados por la Corte Suprema, consideró que otro factor a tomar en cuenta era si los expertos ofrecidos habían llevado a cabo investigaciones científicas anteriores e independientes al proceso en cuestión, pues esto proveería el fundamento más persuasivo para concluir que el testimonio derivaba del método científico. Según el tribunal, no se debería olvidar que el lugar de trabajo normal de los científicos es el laboratorio y no los tribunales o los despachos de los abogados; con excepción explícita de las llamadas ciencias forenses, cuyo ámbito de acción es fundamentalmente el proceso judicial.

Ahora bien, dado que el testimonio ofrecido por los expertos no cumplía con éste nuevo factor, el tribunal argumentó que la parte con la carga de la prueba debería ofrecer pruebas objetivas y verificables de que dicho testimonio estaba basado en principios científicos válidos. Y un medio para mostrar esto era la revisión por pares para la publicación que, pese a no garantizar la corrección de lo dicho por los expertos, avalaba la solidez o consistencia de la metodología empleada. Esto último, según el tribunal, era lo que importaba bajo el criterio Daubert.

En el caso Daubert, el tribunal de apelaciones considerando que la cuestión básica era si los actores aportaban elementos suficientes para probar el hecho fundamental de la demanda, es decir, que el Bendectin causó los daños congénitos de Jason y Eric, resolvió la inadmisibilidad de las pruebas y terminó dictando sentencia sumaria a favor de la farmacéutica.

Podría hacerse un análisis exhaustivo de cada uno de los factores antes mencionados (Allen, 1994; Sanders, 1994), sin embargo vale la pena centrarse ahora en el punto de partida de la Corte Suprema: la cientificidad de las pruebas periciales. Sobre todo me interesa analizar los problemas epistemológicos, con independencia de los jurídicos, que abre la cientificidad como posible criterio de valoración de la fiabilidad de las pruebas periciales.

La cientificidad como criterio de demarcación entre la ciencia y la no-ciencia

En la filosofía de la ciencia se conoce como “el problema de la demarcación” al problema de establecer un criterio preciso para distinguir a la ciencia de aquellas creencias, conocimientos, actividades, etc. que no lo son (Laudan, 1982; 1984). Ahora bien, cabe enfatizar que no se trata sólo de una definición de “ciencia”, sino que la búsqueda de tales condiciones necesarias y suficientes va más allá, pues pretende caracterizar la empresa científica como epistémicamente superior. Por otro lado, no se trata tampoco de una mera definición estipulativa, pues no se trata de una cuestión completamente a priori, sino que la definición que se proponga deberá dar cuenta de aquellos casos que consideramos paradigmáticos de ciencia, como la física o la biología. Así pues, un criterio de demarcación debería ser lo suficientemente adecuado para incluir a dichos casos y excluir otros casos paradigmáticos de no-ciencia.

En su versión más fuerte y tradicional, el criterio de demarcación debería permitir incluir aquello que es científico y excluir aquello que no lo es; en versiones más débiles, en cambio, debería poder permitir incluir aquello que es científico o bien excluir aquello que no lo es. En otras palabras, la versión fuerte exige un conjunto de condiciones necesarias y suficientes para decidir si “x” es científico; y, en cambio, una versión débil parecería sólo exigir o bien un conjunto de condiciones necesarias o bien un conjunto de condiciones suficientes. El punto controversial aquí es que contar sólo con condiciones necesarias de cientificidad no permitiría identificar con certeza aquello que sí es científico, aun cuando permitiera determinar aquello que ciertamente no es científico; lo único que podríamos afirmar es que “‘x’ podría ser científico”. En cambio, si sólo se cuenta con condiciones suficientes, no podría determinarse que ‘x’ no es científico, sólo podría afirmarse que ‘x’ es científico o que posiblemente no es científico. Por ello, parecería que el criterio de cientificidad ideal sería aquel que pudiese identificar ambas condiciones; es por esto que la discusión clásica sobre el problema de la demarcación ha presupuesto este objetivo (i.e., la versión fuerte del criterio de demarcación).

Qué constituye la no-ciencia tampoco es una cuestión fácil, ¿respecto de qué se está demarcando la ciencia?, ¿qué “objetos” entrarían en la categoría de la ciencia y en la categoría de la no-ciencia? Respecto a la no-ciencia, algunas veces ese ámbito es descrito como precientífico o paracientífico, pseudociencia, sentido común o incluso se llega a aludir a la metafísica o a la religión. En opinión de Haack (2007, p. 115), la categoría de la no-ciencia incluye todas las actividades humanas que no son investigación, varias formas de pseudo-investigación, investigación de carácter no empírico e investigación empírica de carácter no científico; además, existirían muchos casos límite y combinaciones entre tales actividades. Ahora, por lo que toca al calificativo “científico”, se suele atribuir a áreas del conocimiento, teorías, ideas, proposiciones, experimentos, diferentes tipos de técnicas o herramientas, ciertos tipos de prácticas o comunidades, etc. Dado que no hay un “objeto” común a todos los planteamientos y propuestas que afrontan el problema de la demarcación y dada la gran diversidad de lo que pertenece a la categoría de la no-ciencia, veremos caso a caso qué se está demarcando y respecto de qué.

Siguiendo a Laudan (1983), en la historia de la filosofía de la ciencia es posible agrupar en dos grandes tradiciones a las diversas propuestas que han intentado trazar esta diferenciación: la tradición antigua o versión epistémica y la tradición moderna o versión semántica.

La versión epistemológica. Nos lleva a la distinción entre conocimiento (episteme) y mera opinión (doxa), sostenida por la filosofía occidental desde finales de la edad media y el renacimiento, la cual tomó como punto de referencia al conocimiento científico, considerado entonces como “el saber genuino”. Según Aristóteles, la ciencia buscaría las causas últimas de los fenómenos, emplearía demostraciones lógicas e identificaría a los universales implícitos en los particulares. Por ello, conocer científicamente era tener una certeza apodíctica. Así, lo que separaría a la ciencia de otras formas de creencias sería la infalibilidad de sus fundamentos, por lo que los componentes de las teorías serían irrefutables. Entre los filósofos que aceptaban este criterio de demarcación (Bacon, Locke, Leibniz, Descartes, Newton) las grandes divergencias radicaban en cómo demostrar la certeza del conocimiento, pero todos consideraban que “ciencia” y “conocimiento infalible” eran términos coextensivos.

Posteriormente, a mediados del siglo XIX con la irrupción de una perspectiva epistemológica falibilista, la mayoría de los pensadores en el tema aceptaron que la ciencia tampoco podría ofrecer certezas, por lo que toda teoría científica sería falible. De esta forma, la diferencia entre conocimiento y opinión se intentó debilitar diciendo que el conocimiento científico eran opiniones genuinas.

En este contexto, la propuesta teórica fue que aquello verdaderamente distintivo de la ciencia sería su metodología: el método científico que, pese a su compromiso con el falibilismo, sería la mejor técnica para comprobar las afirmaciones empíricas. Entonces, habría que distinguir cuál era el método compartido por las ciencias y sólo por ellas, que serviría como criterio de identificación. Las propuestas fueron de lo más variado y sin llegar a algún acuerdo mínimamente significativo. En todo caso, en el próximo punto volveremos a la unicidad del método de las ciencias.

Más tarde, ante los problemas no resueltos por las propuestas epistemológicas, los miembros del círculo de Viena abordaron el problema de la demarcación como una cuestión lógica o sintáctica a través de la teoría del significado, afirmando que un enunciado sería científico siempre y cuando tuviera significado.4 Los enunciados con significado empírico serían sólo aquellos susceptibles de ser, al menos en principio, verificables. La verificabilidad alude a la posibilidad lógica de ser probado, expresada mediante enunciados observacionales. Siendo ésta una noción semántica y no epistémica, no tiene implicaciones en aquello que es digno de creer.

Dejando de lado los diversos matices de cada una de las posturas que conforman ambas tradiciones, entre sus diferencias relevantes está la exigencia de garantías vigentes de la primera, es decir, para determinar la cientificidad sería necesario hacer un juicio retrospectivo acerca de cómo la hipótesis o teoría ha resistido su comprobación empírica; lo que tiene fuertes implicaciones sobre todo respecto qué se considera como “haber resistido determinadas pruebas”, pues las diversas propuestas involucran muy diversos estándares; y, luego, cuáles son las consecuencias de que haya sido comprobado.


La versión semántica. La tradición moderna, en cambio, sólo se compromete con cierta comprobación potencial, una afirmación que puede ser potencialmente probada aun cuando no se le hubiera sometido a ninguna prueba o, incluso, si ha sido sometida a tales pruebas y no las pasó es “científica”. En este punto, otra diferencia significativa, por ejemplo entre Popper y Hempel es que el primero entendía “testable” como potencialmente falsable, mientras que para el segundo significaba potencialmente confirmable. Por ello Popper (1934, p.58) no pide “que sea preciso haber contrastado realmente todo enunciado científico antes de aceptarlo: sólo requier[e] que cada uno de estos enunciados sea susceptible de contrastación; dicho de otro modo: [se] niega a admitir la tesis de que en la ciencia existan enunciados cuya verdad hayamos de aceptar resignadamente, por la simple razón de parecer imposible –por razones lógicas–someterlos a contraste”.

Consideremos un poco más, a manera de ejemplo, la propuesta de Popper, quien además de ser uno de los grandes teóricos del problema de la demarcación, fue citado en el caso Daubert. Popper (1934, p. 42 y 1991, p. 57), creía que la demarcación era “formular una caracterización apropiada de la ciencia empírica.. . de tal manera que, ante un sistema de enunciados, seamos capaces de decir si es asunto de la ciencia empírica el estudiarlo más de cerca.” Entiéndase bien, “el problema que [le preocupaba] no era ¿cuándo es verdadera una teoría? ni ¿cuándo es aceptable una teoría? [Sino] distinguir, entre la ciencia y la pseudociencia, sabiendo muy bien que la ciencia a menudo se equivoca y la pseudociencia a veces da con la verdad”. Para ello, Popper propone como criterio de demarcación la falsabilidad (esto es, “¿puedo describir algún resultado posible de observación o de experimento que, si realmente se lograra, refutase mi teoría?”), diferenciándolo totalmente del criterio de falsación de las teorías, que, en todo caso alude únicamente a una situación que puede llevar a preferir unas teorías a otras, pero nada dice ni de su rendimiento futuro (para él las teorías no son predictivas) ni de su fiabilidad.

“El método científico” como criterio de fiabilidad

Uno de los grandes criterios usados para distinguir a la ciencia como la empresa racional, suponiendo su unidad es el llamado método científico. Es decir la existencia de un estándar de racionalidad que se extiende a lo largo del tiempo, a través de las disciplinas y de las diferentes circunstancias, un camino hacia la verdad.

En este contexto es importante distinguir entre (Hacking, 1996):

1.

Un estándar de razón, y sólo uno, por el cual se demuestran y evalúan las hipótesis científicas.

2.

Y la forma para investigar el mundo y cómo funciona, es decir, cómo llegamos a describir las hipótesis y teorías.


Consideremos la primera noción. Muchos filósofos de la ciencia acudieron a la lógica con la pretensión de desarrollar un modelo del razonamiento científico, asimilando “racional” con “representable en términos lógico-formales.” Haack (2007) identifica a este modelo lógico de la racionalidad de la ciencia como “el viejo deferencialismo”, en donde se agrupan: el deductivismo, el inductivismo y el probabilismo bayesiano.

En todo caso, tales propuestas enfrentan al menos dos grandes problemas:

a.

El presupuesto de que todas las ciencias y sólo éstas siguen tal metodología de investigación, de lo contrario, no nos serviría como criterio de identificación.Entiéndase bien, la idea en discusión no es si los científicos usan o no este tipo de inferencias o si la lógica es o no relevante en la ciencia (cuya respuesta sería afirmativa), sino que éstas sean usadas por todos los científicos y sólo por ellos, cuya respuesta parece ser negativa, ¿acaso no usan estos tipos de razonamiento los historiadores o los periodistas, por ejemplo?

b.

Y segundo, las credenciales epistémicas de tal método. Un punto álgido, dado que estas propuestas parecen presuponer que las cuestiones más relevantes para adoptar o rechazar una hipótesis son exclusivamente de carácter filosófico y no dependientes del mundo.

Por otro lado, tradicionalmente aquellos que han afirmado la noexistencia del método científico, a su vez, afirman que la ciencia es una empresa irracional. La idea de base es que como todos los modelos lógicos de la racionalidad científica fallan, entonces la ciencia no es una empresa racional. Aunado a esto, también han considerado, y en esto están de acuerdo con sus “adversarios” (los viejos deferencialistas), que las cuestiones de carácter social en la empresa científica suponen la irracionalidad de la ciencia. Observemos que ambas posturas dan por hecho la unicidad de la empresa científica.

Ahora bien, afirmar que no hay un método científico seguido por todas las ciencias y sólo por ellas, no implica negar la posibilidad de que exista un método o métodos en cada ciencia o disciplina. En el tema que nos ocupa, esto nos permitiría distinguir, por ejemplo, el problema de si la psicología es o no una ciencia de “esta prueba psicológica es acorde al método de su disciplina”.

“Método” puede ser entendido también como herramienta tecnológica concreta, aunque estas tradicionalmente no se han venido proponiendo como criterio unificador, básicamente por dos razones muy simples: algunos de estos instrumentos se inventaron, por decirlo toscamente, hace dos segundos, dado la velocidad con la que la tecnología avanza; y, luego, su relevancia suele ser más bien “local”, de determinadas áreas y/o tipos de investigación concretas. Al respecto, Hacking (1996) plantea un ejemplo muy comprensible. Un grupo de investigación en genética coordinado por el Dr. Lap-CheeTsui en la Univeristy of Toronto, que después de siete años de intensa investigación, identificaron material genético que transporta la mayor parte de la fibrosis quística, a través de métodos como genetic link age analysis, pulse field electrophoresis, saturation zapping, zoo blotting, chromosome jumping, etc. Y, sería algo absurdo esperar que agregasen “y el método científico”.

En todo caso, “cuando el científico se aventura a criticar el trabajo de otro científico, que no es una situación poco común, éste no critica con fundamento en brillantes generalidades como el haber fallado en seguir el ‘método científico’, sino que su crítica es específica, basada en alguna cuestión característica de la situación particular” (Bridgman, 1955).

Resta decir que, además del “método científico”, hay otras propuestas de criterios de unificación de la ciencia diversos y también con alcances diversos, por ejemplo: la habilidad para hacer predicciones sorprendentes de forma exitosa o alguna especie de “práctica social” específica. Más allá de las dificultades que enfrentan estos criterios, permanece la misma cuestión, ¿qué se dice exactamente cuando se pone la etiqueta de “ciencia”? Y, esto a su vez plantea, ¿cuáles serían sus credenciales epistémicas? Resolver este tipo de problemas, de ser esto posible, no corresponde al derecho y trasladarlos al ámbito probatorio, en mi opinión, sólo amplía el problema de la valoración de la prueba, abriendo la puerta para aquellos que se aprovechan de esa etiqueta.

El uso de la palabra “ciencia” en un sentido epistémicamente elogioso

Como afirman Martínez y Suárez (2008, p. 35), “…una de las ideas constitutivas de la imagen moderna del mundo [es que] la ciencia constituye un tipo de conocimiento distinguible, por la naturaleza de sus explicaciones, de otras formas de acceder al mundo”. Esto generalmente ligado, además, con “una concepción de las explicaciones científicas que las considera como leyes que tienen aplicación universal, y que se corresponden con un orden subyacente, [es decir], formalizables e independientes del contexto en que se aplican” (Martínez y Suárez, 2008, p. 70). Presupuestos como estos parecen implicar que el conocimiento científico tiene en sí mismo un estatus mayor que cualquier otro tipo de conocimientos. Bajo esta idea, afirmar que una prueba científica es fiable, válida o genuina, nada añadiría a su calificación como “científica”, puesto que la fiabilidad, validez, etc., sería ya definitoria del carácter científico de la prueba.

Una vez más, nos encontramos en los problemas ya señalados en los puntos anteriores. Pero, si ya hemos aceptado los problemas de la “cientificidad”, entonces no será complicado aceptar que es sumamente engañoso establecer una relación conceptual entre “ciencia” y “fiabilidad”.

La independencia del grado de fiabilidad y el carácter científico se muestra, por ejemplo, en que no todas las pruebas que se considerarían científicas tienen el mismo grado de fiabilidad. En el contexto jurídico, pensemos en las diferencias cualitativas entre las pruebas psicológicas y las pruebas de ADN, aun cuando reconozcamos su estatus científico no se le atribuye el mismo grado de fiabilidad.

Los ejemplos de este uso elogioso en el ámbito jurídico probatorio son muy abundantes, para muestra los siguientes que, en mi opinión, son muy representativos.

a.

La Audiencia Provincial de Barcelona, Sección 14a, en la sentencia número 181/2006 del 24 de marzo, afirma que el nuevo paradigma se caracteriza, entre otras notas por el hecho de que el papel del juez se ha de centrar en el control de la cientificidad del proceso de investigación llevado a cabo por el perito.


b.

Una de las obras más recientes sobre el tema en castellano, Pérez-Gil (2010, p. 46), afirma que “[e]n el caso del proceso civil [la jurisprudencia española] viene invariablemente eligiendo el término ‘prueba científica’ cuando una actividad probatoria, casi siempre pericial, se ha desarrollado empleando tecnologías que arrojan resultados ampliamente fiables”.

c.

O, incluso Taruffo (2008, p. 245), “…el juez contará con información dotada de validez científica y, por tanto, fiable”; “una verdadera prueba científica garantiza un alto grado de fiabilidad de la información que produce… Por decirlo así, el carácter científico de la prueba demuestra con tendencial certeza la veracidad de su resultado”.


El uso honorífico que se suele hacer de “ciencia” y “cientificidad” disfraza gran parte de cuestiones tan importantes como el rol de las comunidades científicas, los diversos contextos de aplicación de la información científica, el carácter probabilístico de la ciencia, etc.; así como la posibilidad de que haya científicos incompetentes, deshonestos o simplemente equivocados. En suma, no todo, y no sólo, aquello que de una manera u otra conforma la empresa científica es fiable.

Conclusiones

Sin duda, es indispensable controlar judicialmente la calidad de las pruebas que se presentan y usan en un juicio. Por lo que respecta a las llamadas pruebas científicas, como hemos visto, su “cientificidad” no satisface este objetivo. La cientificidad, dependiendo de cómo se entienda, podría dar pautas para averiguar la fiabilidad de las pruebas, pero hay que insistir “cientificidad” y “fiabilidad” no son términos coextensivos.

Luego, si pretendemos indagar en la cientificidad, lo mejor a lo que podemos aspirar es a identificar, como diría Wittgenstein “un aire de familia” entre las ciencias, que nos permita explicar y entender el concepto de ciencia mediante ejemplos paradigmáticos con semejanzas superpuestas y entrecruzadas entre sus miembros. Ahora bien, este tipo de acercamiento a la cientificidad, quizá permitiría describir cierto tipo de actividades, pero no justificarlas. La cientificidad no asegura la fiabilidad de los conocimientos presentados como tales, una cosa es identificar a las ciencias y otra es el grado de fiabilidad de las afirmaciones científicas.

En aquello que describimos como “ciencia”, pues, hay tal heterogeneidad epistémica de actividades, métodos o técnicas, teorías, creencias, etc., que parece poco fructífero buscar un criterio categórico para diferenciarlos. El uso del término ‘fiabilidad’ se ha venido convirtiendo en una constante en el análisis de la prueba pericial en general, quizás debido a la expansión jurisprudencial y doctrinal del caso Daubert en los diversos sistemas jurídicos. A nadie escapa que se trata de un término vago y que también se le atribuyen sentidos muy diversos en función del contexto en que es empleado.

En mi opinión, la fiabilidad de cualquier prueba pericial debe estar constituida por información empírica respecto a si: a) Cuando se reproduce en condiciones adecuadas es posible prever que alcanzará resultados consistentes en X número de veces y, b) Se ha comprobado sólidamente que tiene la capacidad de establecer lo que pretende establecer. El juicio de fiabilidad justificaría la razonabilidad de formular inferencias con fundamento en la prueba calificada como fiable. Hay que introducir además una distinción entre medir la fiabilidad y controlar la fiabilidad, procedimientos que pueden (y generalmente, deben) llevarse por sujetos diferentes (el experto y el juez). En principio, estaremos interesados en el control de la fiabilidad de los elementos probatorios de carácter científico por parte del juez.

Pero vale la pena enfatizar que se trata de información empírica y no simplemente de meras explicaciones por parte del experto. Muchas veces en lugar de preguntarse si las afirmaciones del perito de parte son truth-conducive la preocupación suele girar en torno a si el sujeto es “realmente” un experto, si tiene la formación o habilidades correspondientes, si tiene los conocimientos suficientes, etc. Si, por el contrario, nos centramos en las afirmaciones periciales, el perito debería decir por qué sería razonable creer que p, más allá de mostrar sus credenciales; su deber epistémico es ofrecer la información suficiente tanto en su informe pericial como durante su participación en la práctica de la prueba mediante el principio de contradicción. El test de la expertise no puede ser la propia expertise (Redmayne, 2001).

Como afirman Martínez y Suárez (2008, p. 25), “[l]a historia nos muestra que la ciencia y la tecnología no pueden caracterizarse de acuerdo a criterios abstractos, sean metodológicos o metafísicos (como el supuesto método científico o la naturaleza universal de sus afirmaciones) pero también, precisamente como resultado de su historia, se trata de dos de las actividades humanas que más apreciamos por su capacidad de producir soluciones efectivas a un buen número de problemas.”

En el ámbito jurídico probatorio es indispensable desmitificara la ciencia y desterrar la actitud cientificista en su tratamiento judicial. Y, desde luego, queda mucho por hacer respecto a la tarea de valoración de este tipo de conocimientos por parte del juzgador. Las propias comunidades expertas deberían decirnos más sobre cómo nuestros jueces pueden obtener mayor información sobre la calidad de las diversas pruebas periciales. Y, para ello, una cuestión indispensable es el acercamiento entre las comunidades jurídicas y las comunidades expertas, no en procesos judiciales concretos sino en diversos escenarios que permitan un dialogo fructífero entre ambas.





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